El Chopo: De experimento museístico a catedral del rock chilango

En un México donde la radio comercial dictaba la norma y el rock se consumía a cuentagotas, el 4 de octubre de 1980 surgió una grieta en el sistema. El Museo Universitario del Chopo (UNAM), bajo la visión de su directora Ángeles Mastretta y la operación del promotor Jorge Pantoja, inauguró el «Primer Tianguis de la Música». La instrucción administrativa era clara y limitada: el evento duraría solo cuatro sábados. El objetivo era crear un espacio temporal para el intercambio de discos, partituras y materiales que no tenían cabida en los aparadores oficiales.

Sin embargo, la realidad social rebasó la planificación académica. La convocatoria funcionó como un imán para una juventud marginada que, hasta entonces, carecía de espacios de reunión. No solo llegaron coleccionistas; llegó «la banda». Punks, rockeros, progresivos y metaleros tomaron el museo como propio. Lo que estaba programado para un mes se atrincheró durante dos años al interior del recinto de Santa María la Ribera, consolidando una economía basada en el trueque y el intercambio de información mano a mano, mucho antes de la existencia de internet.

El éxito masivo y la falta de espacio obligaron a la primera gran mutación del tianguis: su salida a la calle Enrique González Martínez (antes Chopo), contigua al museo. Fue en esa acera donde el mercado adquirió su nombre definitivo y su carácter urbano. Pero la visibilidad trajo consigo la censura. En agosto de 1985, previo al sismo que cambiaría la ciudad, la delegación Cuauhtémoc ordenó el desalojo del tianguis bajo argumentos de reordenamiento y quejas vecinales, desatando la etapa más cruda del movimiento.

Lejos de desaparecer, el Chopo se transformó en una caravana de resistencia nómada. Entre 1985 y 1988, vendedores y asistentes deambularon por la capital cargando cajas de vinilos y fanzines en el transporte público, esquivando redadas policiales y el estigma social. El tianguis se instaló precariamente en un estacionamiento de la colonia San Rafael, ocupó espacios en el Casco de Santo Tomás (territorio del IPN), se refugió en la Facultad de Arquitectura de Ciudad Universitaria y tomó temporalmente el Kiosco Morisco.

No fue simplemente un mercado ambulante; funcionó como una red de supervivencia cultural. En esos años de exilio, el tianguis mantuvo viva la circulación de música subterránea, maquetas de bandas locales y literatura contracultural. La comunidad rockera demostró una lealtad férrea, siguiendo al tianguis a donde la «vibra» lo llevara, hasta que finalmente, hacia finales de la década, logró asentarse en su ubicación actual en la calle Aldama, cerca de la vieja estación de Buenavista, consolidándose como la única vitrina honesta para lo que no tenía voz oficial.

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